jueves, 25 de octubre de 2012
Moraleja
"La mejor relación no es aquella que une personas perfectas, es aquella donde cada uno acepta los defectos del otro y consigue perdón por los suyos propios".
sábado, 20 de octubre de 2012
viernes, 19 de octubre de 2012
Actrices respaldan a Obama y dicen sí al aborto
|
miércoles, 17 de octubre de 2012
El impresionante testimonio de una mujer que abortó (leído en la manifestación de Madrid)
«Cuando recuerdo ese día siento asco. Me dí cuenta de que allí no eres más que un número para facturar dinero», recuerda la joven de 32 años.
Durante la manifestación por el Aborto Cero celebrada este domingo en Madrid, se leyó el testimonio de una mujer que abortó, y que por su valor reproducimos en su integridad:
Testimonio de una mujer que abortó
Soy española, tengo 32 años y hace nueve aborté. Espero que mis palabras sirvan para que si las escucha otra mujer que en algún momento se plantea abortar no lo haga porque es una decisión que te destroza por dentro y no tiene vuelta atrás. Cuando lo piensas te sientes angustiada, pero crees que si abortas esa ansiedad desaparecerá. No es así, lo que viene luego es mucho peor y siempre estará contigo. Desde el instante después de hacerlo supe que ese sufrimiento me acompañaría toda la vida.
Soy española, tengo 32 años y hace nueve aborté. Espero que mis palabras sirvan para que si las escucha otra mujer que en algún momento se plantea abortar no lo haga porque es una decisión que te destroza por dentro y no tiene vuelta atrás. Cuando lo piensas te sientes angustiada, pero crees que si abortas esa ansiedad desaparecerá. No es así, lo que viene luego es mucho peor y siempre estará contigo. Desde el instante después de hacerlo supe que ese sufrimiento me acompañaría toda la vida.
Cuando aborté estaba terminando mi carrera y tenía novio. Todo me iba bien. Pero un día sospeché que estaba embarazada. Cuando lo confirmé sentí vértigo, un miedo que me paralizó.
Me venía constantemente una frase a la cabeza: “No estoy preparada” y en mi interior empecé a pensar en abortar. Me veía incapaz de ser madre, de cuidar a un hijo y hacerme responsable de otra vida. En el fondo, a pesar de tener más de veinte años me veía todavía como una niña, y no se puede ser a la vez madre y niña.
También pensaba en mis padres. No teníamos buena situación económica y, en cambio, ellos siempre se habían esforzado mucho por proporcionarnos a mis hermanos y a mí una buena formación. ¿Cómo les iba a decir que estaba embarazada? ¿Qué clase de irresponsable era yo que les iba a añadir una carga más, con todo lo que me habían dado?
Pensé que mi novio me acompañaría y alentaría a seguir adelante pero no fue así. Él también tenía miedo. Me dijo que creía que no nos podíamos arruinar la vida tan pronto. No le culpo, la decisión fue de los dos, pero muchas veces me pregunto qué habría pasado si no hubiera sido tan tajante.
Fuimos juntos a la clínica abortista. Cuando recuerdo ese día siento asco. Me dí cuenta de que allí no eres más que un número para facturar dinero. Veía las caras en la sala de espera y se me hacía un nudo en el estómago. Había mujeres de diferentes edades. Algunas lloraban, otras estaban pálidas y calladas como tumbas. Algunas iban acompañadas, otras esperaban solas. Había mujeres que pasaban de la treintena y otras que parecían niñas. Miré sobre todo a una que estaba acompañada de sus padres. Me fijé en su gesto. Más que miedo reflejaba tristeza y rabia. Eso mismo lo he sentido yo muchas veces después. Llegué a preguntarme qué hacía yo ahí, pero estaba bloqueada, no podía salir de ese sitio. Simplemente había tomado una decisión y no se podía cambiar.
Cuando desperté de la anestesia me dolía todo el cuerpo. Estuve sangrando durante media hora. Creía que me quería morir. O mejor dicho, me quería morir. Me decía a mí misma: “Qué he hecho, qué he hecho…”. Habíamos decidido abortar para no arruinar nuestra vida y ahora yo veía que me la había destrozado para siempre. Me dolía lo indecible ser tan consciente de que al entrar en el quirófano había alguien dentro de mí y ahora estaba yo sola. Entramos dos en el quirófano, mi hijo y yo, y ahora estaba yo sola esperando a que parase la hemorragia. Lloré sin parar, sin poder contener una sola lágrima.
Me encerré en casa dos días seguidos a oscuras y llorando en mi habitación. No paraba de repetirme por qué había hecho algo así, por qué había matado a mi hijo. Ya no había vuelta atrás, ni posibilidad alguna de arreglar lo que yo misma había provocado.
Pronto empecé a dormir mal, a tener pesadillas y sentir una mezcla de ansiedad y tristeza que no podía frenar. Soñaba con niños desprotegidos que me pedían auxilio y yo no hacía nada. Me despertaba en mitad de la noche, pero en vez de sentir alivio por interrumpir la pesadilla, me hundía más porque la pesadilla era real. Había hecho lo peor que una mujer puede hacer.
Ya no era la misma. No disfrutaba, me mostraba irascible, quería llorar a escondidas cada dos por tres… y sentía un vacío dentro de mí que nada podía cubrir. Ese vacío siempre estará ahí, nunca cambiará.
La relación con mi novio se hizo imposible, a pesar de que yo quería perdonarle.
Han pasado ya muchos años y no hay día que no me arrepienta de haberlo hecho. Todos los días pienso en mi pequeño, en que lo daría todo por tenerlo conmigo. La gente piensa que te acostumbras a vivir con esto, pero no es verdad, sólo te adaptas. Quise ocultarles a mis padres que había abortado, pero un día no pude más y se lo conté a mi madre. Gracias a ella y al apoyo de mi familia he podido salir a flote, me refugié en ellos como nunca antes. Ahora sé que si hubiera tenido a mi hijo habríamos contado con el apoyo de mi familia, pero entonces sólo me preocupaba qué iban a pensar.
He recibido terapia, y me ha ayudado mucho, pero el dolor más profundo no te lo puede quitar nada ni nadie. Simplemente aprendes a vivir con ello. Siempre tendré dentro de mí una sensación de pena enorme y constante por recordar que le hice algo así a mi propio hijo. Lo que más deseo en el mundo y le pido a Dios es que algún día pueda unirme con mi niño.
Cuando el hijo llega enfermo...
Bentley Glass (1906-2005), un famoso genetista, escribió hace años que no debería nacer ningún hijo con defectos.
En un artículo publicado en una revista científica en 1971, decía literalmente: "En el futuro ningún padre de familia tendrá derecho de cargar a la sociedad con un hijo deforme o mentalmente incapaz". Apoyaba esta idea con la defensa del derecho a nacer con una sana constitución física y mental.
Han pasado más de 30 años de unas afirmaciones que eran, en su tiempo, una provocación, un reto, casi una amenaza. Hoy día, sin embargo, las palabras de Glass están convirtiéndose en una triste realidad: con o sin presiones, muchos padres deciden no acoger la vida del hijo que llega enfermo. Usan, para actuar así, la misma excusa propuesta por Glass: todo niño tendría derecho a nacer sano. Lo cual se ha convertido en negar el derecho a nacer para los hijos enfermos.
Muchas sociedades, hemos de reconocerlo en justicia, han hecho un trabajo enorme para permitir el acceso a los edificios y a la vida comunitaria de personas con lesiones o enfermedades de diverso tipo. Pero ese esfuerzo a favor de los minusválidos convive trágicamente con la eliminación de miles y miles de hijos antes de nacer, porque un test genético o una ecografía descubrió en ellos defectos de mayor o menor gravedad.
En un libro publicado el año 2002, Leon Kass, conocido experto de bioética en los Estados Unidos, exponía esta anécdota. Un médico, acompañado por sus alumnos, visitaba a los pacientes de un hospital anexo a un centro universitario. Se detuvo ante un niño de 10 años que estaba allí por haber nacido con espina bífida, pero que en lo demás era bastante normal. En voz alta, delante del niño, explicó a sus alumnos: “Si este niño hubiera sido concebido hoy día, habría sido abortado”.
Ver al hijo enfermo como una carga, pensar incluso que sería normal o que existiría una “obligación” de eliminarlo, debería provocar una sana reacción de alarma. No podemos permitir que se discrimine, que se margine, que se elimine, a un ser humano por el hecho de tener defectos. Necesitamos movilizarnos, a nivel personal, familiar, social, en el mundo de la cultura y de la medicina, para que nunca una enfermedad o un cromosoma se conviertan en un permiso, o peor aún, en un mandato, para eliminar al hijo.
Las afirmaciones de Bentley Glass viven hoy día entre quienes, a través de la fecundación artificial, buscan “producir” hijos sanos. No nos advierten de la doble injusticia que se esconde en esas “producciones”: por un lado, recurrir a la fecundación artificial, con todos sus peligros y con su tendencia a considerar al hijo como objeto; por otro, escoger, después de un análisis genético, sólo a los embriones (hijos) sanos, mientras los embriones enfermos son eliminados o congelados de modo indefinido.
El progreso de la medicina diagnóstica y de la genética debe ir acompañado por un progreso en la justicia y en el amor hacia todos y cada uno de los seres humanos. Conocer la situación sana o enferma de un hijo tiene sentido humanizante sólo si buscamos cómo curarlo y cómo atenderlo de la mejor manera posible.
Un test nunca debe convertirse en un permiso para matar. Más bien, el test tendrá que ser siempre un medio para ayudar y proteger la vida de cada ser humano. Lo cual será posible sólo si el test está acompañado por una conciencia recta y por un corazón bueno, capaz de reconocer que, siempre, sin condiciones, cada vida humana es algo maravilloso, merecedor de nuestro amor y de la mejor asistencia médica.
Fernando Pascual, L.C.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)